sábado, 12 de septiembre de 2009

1985


A unos cuantos días de que se cumplan 24 años desde el terremoto que sacudió a la Ciudad de México, me pregunto ¿Cuántas cosas realmente han cambiado en la Ciudad? Es cierto, los estándares de calidad en las construcciones se elevaron y hoy se utilizan medidas más estrictas para edificar en el D.F., pero han pasado ya 5 presidentes y 3 sexenios enteros del Gobierno mexicano y hay familias que siguen esperando las casas que el Gobierno de Miguel de la Madrid les ofreció hace casi un cuarto de Siglo.

¿Realmente cambió algo? Aquella hermandad que se respiraba en México, esa que nos conmovió hasta las lágrimas viendo en televisión a Plácido Domingo "arriesgando" su voz con tal de rescatar gente de entre los escombros; los famosos Topos, que hoy ya han viajado a otros países ayudando a las vícitmas de otros temblores. Todo eso ya pasó. La pasión desbordada por ayudar se nos durmió y miles siguen sin nada desde entonces.

Hubo rapiña en esos días, gente que aprovechó la desgracia de otros para robar las pertenencias de los muertos, para entrar a las casas, a punto de caerse, con tal de robar una televisión, un equipo de sonido, joyas...

Estas historias siempre tienen dos caras y en 1985 salió lo mejor y lo peor de nuestro pueblo y de nuestros gobernantes.

En fin, parece que fue ayer y ya pasaron 24 años.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Incompleto


El aire es denso. Saturado de infinitas partículas de polvo finísimo. Cada una de ellas, tapa los poros de mi piel impidiéndome respirar. La noche se está apoderando de mi existencia y por más que abro los ojos, no alcanzo a ver absolutamente nada. Lamentos ajenos entran por mis oídos, parcialmente sordos, sin que pueda moverme un centímetro. Algo aprisiona mis piernas y mi pecho entorpeciendo, aun mas, la entrada del aire a mis pulmones. Después de un rato, hago consciencia de que mantengo en el rostro una mueca de dolor contenido. Me duele la cara, las mejillas han permanecido tensas una eternidad, y al relajarlas, las siento entumidas. Me guío por los sonidos y a la distancia escucho voces que piden ayuda. Más cerca de mi, un bebé llora. Es un sollozar ahogado, tapado. Berrea intermitentemente y ese sonido prevalece, se sentía más doloroso. Quizá porque antes de la primera sacudida, había visto a muchos bebés en el cunero. Y en este momento, siento que este bebé es el llanto de todos los bebés del mundo.
El hospital estaba a reventar de papás primerizos haciendo muecas a través del vidrio. Ese detalle me sorprendió porque eran apenas las 7:00 de la mañana.
No tengo idea de cuánto tiempo ha pasado desde que terminó el terremoto. Comenzó como todos los demás. Esta sensación de mareo repentino que tardas en asimilar, pero en esta ocasión todo se aceleró, se intensificó, se magnificó. Iba pasando a un lado del cunero y las ventanas reventaron. Las luces del techo parpadearon como asombradas también y se apagaron mientras una grieta enorme rajaba el techo de un extremo a otro.
Se abrió el suelo y todo se vino abajo. Trato de recordar qué había cerca de mí cuándo el temblor se tragó la luz, pero no consigo reproducir ese instante. Todo fue demasiado rápido. Sé que el edificio entero se ladeó. Es clara la sensación de que el área de los bebés se me vino encima, junto con las enfermeras, las sillas, el equipo médico, las paredes…
El niño sigue llorando. Siento impotencia, quisiera hacer algo, pero estoy atrapado del pecho hacia abajo. Mis manos están libres, pero las estiro y a tientas exploro mi alrededor y no puedo darle una forma con la mente, todo es tierra, pedazos de metal, concreto.
Algo me mojó las manos, las siento húmedas y a la mente me llega un río carmesí, espeso. Se acelera mi corazón. Me cuesta respirar y me angustia seguir escuchando a ese bebé gimiendo. Cada vez lo hace en intervalos más largos. ¿Estará muriéndose? Los gritos de ayuda se han estado apagando conforme pasa el tiempo. Yo no puedo gritar, la presión en mi pecho es inmensa y percibo que hay más escombros cerca de mi cabeza. Yo estaba en un décimo piso, sobre nosotros había 6 pisos más. Estoy en medio de todo el edificio.
¿Cómo estará mamá? Esto la sorprendió desayunando, estoy seguro. ¡Carajo! A las 8:00 de la mañana terminaba el turno. Debería estar sentado en el comedor, hablando con ella. Diciéndole que la noche fue tranquila, que a las 3:00 de la mañana, el Doctor Rosales trajo al mundo a unos gemelos hermosos que, en este momento, deben estar triturados entre cemento y tierra. ¡No quiero morirme así!
¡¿Se murió el bebé?! ¿Dónde, mierdas, está su lamento?
Tengo la garganta seca, está llena de tierra. Sólo necesito un trago de agua, algo que me limpie la boca, las encías. ¡Ahí está el bebé! Volvió a quejarse. Está exhausto. Lo sé porque yo me siento así. Esto que me aprisiona el pecho, tiene una grieta y mi mano cabe por ahí. Me puedo tocar la cadera y siento un fierro dentro de mis muslos. Maldita sea, los perforó a los dos, de un lado al otro. Toda esta presión debe estar deteniendo el sangrado. Quiero orinar. ¡Ahí está el agua que necesito! Al carajo, me voy a beber mis meados. No siento ningún sabor, solamente siento algo tibio que me moja la boca y me limpia la garganta.

Todo se está sacudiendo nuevamente. ¡Es insoportable el dolor en las piernas! El fierro que me punzó se está enterrando más y me está haciendo pedazos. Algo me golpea la cabeza y al mismo tiempo entra luz. Alcanzo a ver el cielo entre los escombros. Ya es de noche, ¿cuánto tiempo ha pasado? Sé que he dormitado a ratos, pero no tengo noción de la hora o de la fecha. El niño ya no se escucha. Lo aplastó algo en la segunda sacudida.

A la distancia escucho voces y veo rayas de luz que se acercan. Son linternas. Alguien viene y yo no tengo fuerzas ni siquiera para llorar.

-¡Aquí hay uno! Gritó una voz desde afuera y eso me hizo despertar del desmayo.

-¡Está vivo! Aclaró y una linterna me apuntó a la cara. No podía tener los ojos abiertos, me dolía ver.

Jesús, se llamaba el muchacho que se me acercó. Usaba un pañuelo rojo que le cubría la boca y la nariz. Estaba tiznado y bañado en sudor cuándo me dijo:

-Hermano, te voy a sacar de ahí. Aguanta.
Me volví a desmayar. Pero el ruido de las palas y de muchos hombres removiendo escombros me despertó. Le dije a Jesús que debajo de mí, había un bebé y que no sabía si estaba vivo o muerto. Todos corrieron, se acercaron y alumbraron con sus linternas. Solamente alcanzaba a verles las caras y adivinaba la escena por sus reacciones. Uno de ellos dijo que lo alcanzaba a ver, pero que estaba muy abajo. Tenían miedo de mover las piedras alrededor de mí, porque sentían que provocarían un derrumbe y matarían al niño.

-¿Hermano? Me dijo Jesús casi susurrando.
- Tengo que amputarte las piernas para que puedas salir de ahí amigo.

Empecé a llorar. Le pregunté si había otra forma y me dijo que sí, pero que podían matar al bebé debajo de mí.

-Córtame. Le contesté.
-Saca a ese bebé.

Jesús me dijo que me iba a dormir para que no sintiera el dolor y lo último que recuerdo fue la punta de esa aguja que me quitó de encima tanto sufrimiento.

Salvador, fue el nombre que los abuelos le pusieron a ese niño que estaba debajo de mí. Me visita de vez en cuándo y me dice tío desde hace años. La verdad es que sí lo siento como mi familia. Creo que así como nosotros, muchas otras familias se han tenido que volver a crear y a juntar para tapar los pedazos que se llevó el terremoto. Nos quitó mucho, pero nos enseñó más.
Al menos eso es lo que yo le digo a Salvador cuándo me pregunta la historia de cómo nació.

Olvido


La muerte del viejo fue tan sorpresiva que todavía hoy, tres días después, no logro asimilarla.
Apenas habíamos estado juntos el martes; comiendo, bromeando. Hoy ya no está.
Me revuelvo entre las sábanas tratando de conciliar el sueño y las imágenes se me agolpan en la mente. Los asuntos del negocio familiar. De su negocio. Los pendientes de la oficina, la firma del nuevo contrato, ese que esperó ansioso por 11 meses y que se firmaba el lunes. Todo eso se mezcla con la fiesta que preparábamos para sorprender a mamá la próxima semana por su cumpleaños.
Brincando entre la celebración familiar y las caras desencajadas de sus colaboradores en la Sala de Juntas cuándo les notifiqué del infarto fulminante que se lo llevó, mi imaginación se desconecta un instante y comienzo a soñar.
Ahí está el viejo, sonriendo de oreja a oreja, hasta que se le cierran parcialmente los ojos. Con la carcajada lista para salir, me hace un ademán con la mano y vuelve a contener la risa.
-Acércate. Me dice y toma la actitud de quien llama a un amigo para dispararle en la cara el mejor de los chistes.
Las piernas me tiemblan de emoción y corro hasta colgarme de su cuello como cuándo era niño. Mis lágrimas le mojan el cuello, y al entrelazarlo con mis brazos, siento como se contrae su estómago conteniendo la carcajada.
-Gracias hijo, me mandaste a la eternidad con el traje azul.
Mi cara de desconcierto debía ser lo que anticipaba porque para este momento su risa ya es insostenible. Mueve la cabeza negando y levanta una mano hasta llevarse el dedo índice a la sien. Se golpea un par de veces, con esa expresión tan suya diciendo: “Piensa”, y desaparece.
Ya es mediodía y no puedo quitarme de la mente esa imagen de papá a punto de reírse. Con cualquier pretexto regresa esa sonrisa contenida, esa sensación de su estómago contrayéndose buscando contener la mejor broma del mundo.
Fue hasta que preparé los documentos para la firma del lunes, cuando descubrí que el original del contrato no estaba. Lo busqué por todas partes. En el estudio de papá, en su oficina dentro del negocio. Se esfumó.
Nunca pensé que fuera a ser tan difícil convencer a mamá de exhumar al viejo. Todos en la familia me vieron como padecimiento, como demente, incluso Manuel y yo estuvimos a milímetros de terminar la discusión a golpes. La idea de corromper la tumba de papá tampoco me agradaba.
Cuándo abrimos la caja, esperaba encontrar una escena aterradora, pensé que sería una experiencia espeluznante.
Ahí estaba el viejo, enfundado en su traje azul con una sonrisa de oreja a oreja que no recuerdo cuándo cerramos el ataúd; las manos cruzadas en su abdomen y entre sus dedos descansaba impecable el contrato, perfectamente doblado y con su firma estampada al pie del documento, fresca. Cómo si la acabara de signar.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Invitación para comprar Bajo la Maleza


Después de muchos años de escribir historias, cuentos y relatos, finalmente he publicado el primero de muchos libros. Está a la venta en www.bubok.es
tanto en versión impresa como en E-Book para que lo descarguen en su computadora.

Se llama Bajo la Maleza, es una selección de 15 cuentos cortos y espero que los disfruten.

No menos importante es decirles que el dinero que se junte con la venta de Bajo la Maleza, se utilizará para solventar los inmensos gastos del trasplante de riñón de Andrés, mi hijo menor.

Ojalá se den una vuelta y me den sus comentarios.

Para su comodidad, hagan click en la fotografía de la portada del libro aquí mismo en el blog y serán llevados hasta la tienda directamente.

Arturo Palavicini

domingo, 6 de septiembre de 2009

Jazmín


La cabeza me iba a estallar. Cada respiración se acompañaba de un punzón que me taladraba la sienes, exaltando las sensaciones hasta lo absurdo, lo inadmisible.
Siempre había sufrido de jaquecas, pero esta era inusual. Parecía tener vida propia. No cedía un milímetro en el combate.
Sin motivo, mi abdomen se hinchó descomunalmente. El fenómeno me tomó por sorpresa con las manos sobre mi estómago y los dedos entrelazados. Vertiginosamente las dimensiones de mi figura estaban transformándose y por primera vez en horas, dejé de pensar en la migraña; toda mi atención se concentró en zafar mis dedos, que para ese momento estaban totalmente trenzados. Los nudillos se me blanquearon de tanto esfuerzo. Ya no era dueño de mi cuerpo.
Algo en mi interior comenzó a moverse violentamente, como intentando salir, buscando liberarse de mis entrañas. Recordé cómo la abuela de mi esposa insistía con frecuencia que el mejor remedio para los dolores estomacales y de cabeza era el té de jazmín. Esa idea me parecía absurda, me sonaba a placebo, a un truco barato para engañar los sentidos del enfermo distrayéndolo del dolor. En aquellos, espeluznantes segundos, lo único que deseaba era algo para que esa sensación de asco e hinchazón desapareciera. En vez de alivio, intempestivamente llegó fue un poderoso espasmo en mi cuerpo que hizo que me arqueara sentándome de golpe. Quise gritar, para implorar por ayuda, pero de mi garganta salió un remedo de voz. Un gruñido grave y tosco que bramó algo indescifrable.
Estaba seguro que perdía la razón y grité:
-¡Déjame!
Tal cómo llegó aquella pesadilla, se disipó en el aire.
Caí rendido, repasando aterrado el evento. No había más migraña. Tenía la garganta seca, los labios agrietados; mis manos se habían liberado y el abdomen había recuperado su habitual tamaño. Un zumbido agudo llenaba todo el ambiente y a la distancia reconocí, a una jauría de perros que, veloz y furiosa se acercaba hacia mi casa.
–No había perros en este barrio. Pensé.
Tomé del buró la jarrita de vidrio con agua y me serví un vaso, haciendo que ambos titiritaran aterrados conmigo.
Bebí, ansioso y al terminar me serví un segundo trago que dejé a la mitad, derrumbándome exhausto por la experiencia, hasta quedar profundamente dormido en medio del aullar de cientos de perros postrados afuera de mi casa.
Me despertó el sonido del teléfono. Me levanté a tientas comprobando que seguía siendo de noche, y del otro lado de la línea escuché la voz de mi cuñada.
-¿Arturo? Preguntó conmocionada.
-Acaba de morir mi abuela. Y rompió en llanto.
- Fue algo muy sorpresivo, ¡estaba bien!, solamente tenía una gripe normal y estaba ronca, pero… No lo podemos creer todavía.
No podía emitir un solo ruido, no sabía qué decir, cómo reaccionar. Todos en la familia sabían del estrechísimo lazo que unía a mí mujer con su abuela. Estaba atónito.
-Fue espantoso, se hinchó como globo; su cuerpo se desborda de la cama, no cabe en ella.
Agregó cada vez más descompuesta.
-¡Y los malditos perros que no dejan de ladrar! No sé de dónde salieron, hay docenas afuera de la casa.
Instintivamente busqué con la mirada el vaso con agua que había dejado sin terminar a un lado de mi cama, tratando de asegurarme que todo era un sueño, pero seguía ahí.
Suspiré profundamente, confundido, petrificado y al hacerlo, inmediatamente se me llenaron los pulmones con el suave y delicado aroma del jazmín.

La Últimas Palabras


Como una ráfaga llegaron varios hombres hasta la puerta del convento.
-¡Qué se muere, Madre Superiora, qué se muere! Gritaban al mismo tiempo mientras golpeaban la enorme puerta de madera. Detrás de una pequeña celosía asomó la cara una monja joven, sorprendida y asustada.
-¡Don Fermín se muere! Y no está el cura en la iglesia, tiene que ir a verlo la madre superiora. Alguien tiene que acompañarlo y perdonar sus pecados antes.
Imploró uno de esos hombres visiblemente consternado.
La monja cerró la rejilla sin decir palabra y a los pocos segundos, la enorme puerta de aquel recinto se abrió rechinando. Los hombres dieron pasos hacia atrás para que las puertas se abrieran completas y de ellas surgió una diminuta mujer armada con un rosario, un pequeño frasco de vidrio transparente y un libro de pastas negras que todos identificaron claramente como la Biblia.
A paso firme y con el rostro desencajado, la religiosa avanzaba por el centro de la calle mientras una multitud la seguía a prudente distancia.
Al cruzar la plaza principal del pueblo, otro nutrido grupo de personas se encontraba ahí como esperándola. Todos murmuraban, hacían sus propias historias y deducciones de la situación.
La monja dio vuelta en una esquina y avanzó decidida hasta la casa de Don Fermín, por mucho, el hombre más anciano de aquella comunidad. Las dos mujeres, que custodiaban la entrada de la casa, hablaban sin cesar; la de más edad encaró a la monja y sollozando le dijo:
-La salvación de mi marido está en sus manos. Ayúdelo.
La madre superiora la miró fijamente por encima de sus anteojos y levantando una ceja asintió con suavidad, abrió la puerta y sola, entró a la casucha.
Dentro de la habitación, la cama de Don Fermín estaba dispuesta a un costado de la ventana; la luz que por ahí se colaba, acentuaba el gris pálido del rostro de aquel hombre. Con el cabello largo y descompuesto cubriéndole las orejas, Don Fermín se debatía entre la vida y la muerte. Una máscara de oxígeno le tapaba la cara y un enorme tanque a su lado era lo único que lo mantenía vivo en ese momento.
La mujer se acercó cautelosa y lo descubrió despierto, con los ojos abiertos y una terrible mueca de dolor debajo de aquella mascarilla de plástico que se empañaba con cada bocanada de aire que aquel anciano tomaba.
-Dios está contigo Fermín.
Dijo la mujer usando un tono pausado y lleno de amor. Dejó sus instrumentos en el buró y se sentó en la cama, a un lado de la cabeza de Don Fermín. Con incalculable ternura, le peinó las largas canas que le cruzaban la cara al enfermo y posó la palma de su mano en aquella frente arrugada.
Repentinamente, el viejo empezó a agitarse y revolverse en ese lecho, lleno de dolor; quería hablar pero de su garganta solamente salían desesperados lamentos que la mujer no podía entender.
-¡Dios está contigo! Insistió asustada la monja.
-Dios perdona todos tus pecados Fermín, estás en paz con Él y con los hombres, tienes que aceptar la voluntad del Señor.
Pero el anciano desesperado levantaba los brazos y hacía ademanes como queriendo comunicarse con la monja. Entre lamentos y desesperados intentos por retener la vida que se le escapaba, Fermín le indicaba a la mujer que quería escribir algo.
Ella volteó al buró y encontró una receta médica y un lápiz desgastado. Sin bajarse de la cama y manteniendo la mano en la frente de aquel hombre, le acercó papel y lápiz y apenas con un susurro le dijo al oído:
-Tranquilo hijo mío, quédate en paz. Escribe lo que necesitas que te perdone.
Fermín, más débil con cada segundo que transcurría tomó aquello y entre horribles espasmos, rayó, apenas, un mensaje para la monja.
Con las pocas migajas de energía que le quedaba en el cuerpo, inhaló lo que sería su último aliento de vida y sus brazos inertes se desplomaron sobre la cama todavía sujetando el papel rayado.
La mujer contuvo el llanto, sintió como el alma se le anudaba y entrelazando las manos se las llevó a la boca susurrando para sí misma una brevísima oración; levantó el rostro hacia el cielo y se persignó.
-Ahora estás contemplando la inmaculada luz de Su rostro Fermín. Ahora te estás reuniendo con el todopoderoso hijo mío. Sollozó
Con un delicado jalón, liberó el papel de las manos del anciano, se acomodó las gafas e intentó leer, las últimas palabras de aquel hombre.
Después de algunos segundos haciendo gestos y manipulando el papel, moviéndolo en diferentes ángulos para descifrar aquellos garabatos, finalmente lo alcanzó a entender todo. La receta decía:
“Madre Superiora, hágase a un lado porque está sentada en el tubo del oxígeno...”

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Alfa y Omega


El recuerdo de la última vez que él y Beatriz habían estado felices, plenos, compenetrados el uno en el otro, dispuestos a escuchar y a ser escuchados, hoy parecía un sueño; una imagen tan distorsionada de la realidad, que se asemejaba a la copia, de la copia, de la copia de su existencia.
En los últimos 3 años habían intentado terapias de pareja, terapias individuales, pláticas eternas al regresar del psicólogo, que siempre terminaban por abrir las viejas heridas que fingían sanar, pero que se podrían más y más a cada segundo.
En un brevísimo lapsus de claridad, Ramón había caído en cuenta que el amor y la felicidad que tanto deseaba que le diera su mujer, empezaba por su disposición hacia ella; por la determinación y la constancia que él mismo tuviera para sanar sus propias heridas, para comenzar a reparar sus propios cimientos y no esperar que ella lo hiciera primero. La felicidad, reflexionaba Ramón, es una búsqueda individual, no depende de ella, depende de mí.
Se le colmó el alma con un nuevo motivo, con un claro en el camino sinuoso. Esta visión, estaba seguro, era la renovación de ese amor; tenía que ser un camino de dos vías, pero el trecho más importante era el de ida hacia ella. Ese primer tramo de camino y que tenía que allanarse, era una tarea que le correspondía a él.
Por un instante se olvidó de las diferencias y afanoso se concentró en las coincidencias de sus almas, de la vida que habían construido juntos con tanta energía e ilusión y que poco a poco se fue perdiendo en los pequeños detalles, en las nimiedades.
-Beatriz ama esas cajas de chocolates con una cereza en el centro. Se dijo a sí mismo con una sonrisa enorme en la cara.
Al llegar a casa esa tarde, decidió acompañar a la caja de chocolates con una rosa roja, fresca, húmeda.
Abrió la puerta y entró a hurtadillas con el corazón galopante, ansioso, listo para empezar de nuevo.
Al pasar por la mesita al lado de la escalera notó un llavero diferente, eran las llaves de un automóvil de lujo. El alma se le atoró en el pecho, un sudor frío le heló la piel y empezó a imaginar miles de cosas. Se encontraba en medio de dos fuerzas descomunales, una lo obligaba a subir las escaleras de la casa y buscar a Beatriz, la otra lo jalaba hacia la salida. Los latidos de su corazón le movían la camisa, la boca se le secó hasta agrietarse y la vida se le empezaba a ir con los pensamientos.
Uno por uno subió los escalones de la casa avispando el oído y detectando esos gemidos de Beatriz de placer, esos que él no le había arrancado en años.
Sin darse cuenta ahorcaba la caja de chocolates y se enterraba en la mano una espina de la rosa, hasta que un hilo de sangre le corrió hasta las mancuernillas. No sentía las piernas, avanzaba como flotando con la mente girando en todas direcciones, mientras los gemidos aumentaban en intensidad.
Abrió la puerta de su recámara y la encontró ahí desnuda, recostada en la cama, con las piernas abiertas mientras un nadie le lamía el sexo vehementemente. No lo escucharon entrar y él se quedó petrificado en la entrada, con la caja de chocolates aprisionada en la mano hasta blanquearle los nudillos. Avanzó pausado hasta el closet de la recámara y sacó el viejo revolver que guardaba ahí, específicamente para defender la estabilidad y la integridad de ese hogar. Al cerrar la puerta del closet, los amantes se percataron de su presencia y él solamente levantó el arma y los encañonó.
Desnudos y sin tener nada a la mano para ocultar su osadía, los dos se encimaron al tratar de hablar y de explicar lo inexplicable.
Conforme se iban cediendo la palabra, el movía el arma apuntando a uno y a otro con la mirada perdida; con la sangre hirviéndole en las sienes. Su rostro no tenía expresión y sus oídos no registraban nada. Aquellas voces infames se detectaban como esa realidad de la que quería escapar; sonaban como la copia, de la copia, de la copia…
Una lágrima empezó a rodarle por la mejilla, mientras amartillaba el arma. No quitaba los ojos de Beatriz.
La detonación de la pistola ensordeció la habitación mientras por el suelo reptaban los sesos y la sangre de Ramón bañando la caja, los chocolates y los pétalos de la rosa roja, húmeda y fresca.